La ruina de un restaurante
Seguro que en más de una ocasión han coincidido con un tipo persona que, dado su carácter, es capaz de convencernos de algo que no es, solo por su peculiar manera de ver las cosas. El otro día estuve con un personaje así: me explicaba que su restaurante es una ruina desde allá el año 2008, cuando empezará la crisis; su negocio es un débil recuerdo de lo que fue. Se lamentaba de que los últimos años no hayan sido nada buenos para el sector, todo lo contrario más bien, y me confiaba su falta de ganas y fuerzas para continuar, en una frase sincera: “He perdido la ilusión pero no tengo más remedio que seguir”. Lo que me convenció para hacer una visita a su restaurante y comprobar cuan ruinoso era su negocio.
Entre ustedes y yo, me quedé patidifusa, atónita, estupefacta y turulata, cualquier adjetivo que pudiera definir mi estado se queda corto, vano, vacuo, escaso e insuficiente. Pues aquel local era impecable a todos los niveles: con buenas dimensiones, una decoración excelente, el servicio del personal era del todo intachable, el ambiente inmejorable y la carta o el menú a la altura de las expectativas de cualquier cliente que pusiera un pie en tan prometedor local. Quizás me había equivocado de lugar, un error en la dirección; así que me dirigí a la barra a preguntar. Pero antes me dispuse a hacerlo, apareció de la nada el propietario pusilánime del ficticio restaurante en ruinas. El hombre me dedicó una tímida sonrisa al saludarme que no tardó en borrar de su rostro para no sobrecargar en demasía sus músculos faciales muy poco acostumbrados a la amable expresión. Me lo quedé mirando desconcertada: pensé que quizás debería ser más honesto consigo mismo y sonreír más. El hombre me hizo sentar en una mesa. No paraba de hablar al mismo tiempo que gesticulaba nervioso, repitiendo una y otra vez las miserias de su negocio: de lo que había sido antaño y de lo que, a no ser por la estúpida crisis, podría haber llegado a ser. De lo mucho que se había esforzado y de lo poco que había conseguido. Mientras lo escuchaba miraba a mi alrededor, pues parecía que hablará de otro lugar y de otras personas. Ese hombre no podía ser el responsable de que aquel local funcionara a la perfección con semejante actitud derrotista. Tenía que haber alguien más, el creador/a, el emprendedor/a, el atrevido/a, el audaz, o sino el genio de la lámpara. Sin embargo, pasé por alto un pequeño gran detalle: todo aquel que le saludaba lo hacía con gran estima, el personal, los clientes, etc.… Entonces me di cuenta de que él era esa persona tan compleja como para ser el ganador y el derrotado, el decidido y el pusilánime, el optimista y el pesimista, el positivo y el negativo a la vez. Él, se había creído su propia fábula; con osadía, se había enamorado de su historia, de su leyenda dirían los antiguos. Y la crisis no entraba en sus planes para conquistar el sector. Así que más valía dejar morir sus sueños con orgullo, que ser humilde para alcanzarlos. Así es el propietario del restaurante: orgulloso por no ser humilde. Infeliz por no querer ser feliz.
Y así vislumbra su realidad, de una forma absolutamente virtual muy alejada de los que los demás percibimos: un gran restaurante con un gran futuro por alcanzar, si el propietario es capaz y se atreve a ser feliz, a sonreír más. Sin obcecarse, a ser la ruina de su propio restaurante.
Georgia Arnaus
Editora
Fuente: http://www.gestionrestaurantes.com/editorial.php?id=282



